En el principio fue el número

Creárase la soledad,
el doble de ella misma,
e incluso el triple y llegárase al siete de la nota,
al lugar del descanso, al punto geométrico,
al triángulo exacto de la transmigración perenne
-el alma que se escapa entre los brazos quietos
y el triángulo -viejo- con sus catetos rotos-.
Y de nuevo hacia el uno,
hacia la sola agua. Consonancia perfecta
el uno con el dos y cada nota, fija, en esa vibración,
exactamente el doble en las octavas altas.
Creárase la soledad, el infinito nunca de la música,
el punto equidistante entre la nada.
La piel del hombre, un árbol.
En su interior, lo solo y el dos y el tres en su costado
y el cuatro y nuevamente el cinco con sus dedos correctos
y el seis (como de hombre) y el siete del retorno.
El ser, así, girando en desmesura, como un sonido ciego
y un estuche, desnudo en cada muerte.

Pitágoras
Metaponte, h. 500 a.C.

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