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El fervor - Héctor Rosales

El fervor

Puede ser la humilde vibración de las hojas del parral de un patio al sur, las hojas de un otoño que también amarillea la negada sonrisa de un cantor colgado de su sombra. Puede ser el humo de los viejos barcos escribiendo adioses en los cielos de plomo, en los muelles eternos, en aquellos labios redentores. El humo que mira hacia atrás y se estanca voluntario en los ojos que han perdido todo el norte. Los ojos que sin embargo cantan en las cinturas de la noche y ponen una queja con forma de cuchillo en los músculos impíos del destino.
Una neblina tensada a tabaco y a turno prostibulario, una neblina confidente de tristes faroles adormecidos, un aire con ojeras migratorias y con todo lo perdido agujereando las míseras maletas, ese aliento, digo, conoce bien esta música para adultos, el fervor indomable que guitarras y bandoneones, voces, piernas, violines, contrabajos y demonios, latas, asfalto, adoquines, catres y paredes, carmines, sótanos y mesas, le imprimen a los pasaportes del abandono y la distancia.
Fervor enraizado en la más sincera vivencia del ser, el tiempo y el final.
Transmisión vehemente y tantas veces sutil de todo aquello que fue y es transitorio.
Música para acorralar a la soledad, apretarla contra el pecho y girarle el rostro para que mire a quien está escuchando con un corazón-espejo. Voz que le haga decir a ella, a la monárquica soledad, el milagro de la palabra nosotros.
Dolor y rebeldía, sátira de serias intenciones, caricatura fiel del disparate cotidiano, resorte de la rabia, acompasada respiración de todos los jardines, cofre sin llaves para la ternura.
Quien ha saltado sobre los portones del miedo sin escaparse de él, quien ha perdido el imán de la esperanza y no le importa y sigue batallando, los que entienden que cualquier patria o universo posible sólo ocurren en las calles familiares del barrio natal, los que nunca salieron de esas calles, los que cosen las heridas de la traición con un hilo de silencio y porvenires, las personas embestidas por desprecios y halagos que ignoraron o que pagaron de más, todos tienen domicilio fijo en la memoria del bandoneón.
He caminado por ciudades muy remotas y en ocasiones, desenredándose de las sillas vacías de los cafés, parpadeando en plazas somnolientas, o resaltando el gris de las piedras de los puentes, apareció el tango para abrazarme por sorpresa.
Él ha vivido en otros pueblos y ha dejado, sigue dejando sus semillas. Cada vez que lo encuentro, superada la emoción, le pregunto por aquel almacenero de la esquina rioplatense, el que tenía una radio antiquísima y una nostalgia invencible, que fue quien nos presentó. Conversamos entonces sobre el vecindario, las familias, los amigos que se fueron, las madres tejiendo las horas o en nosotros su propio recuerdo; charlamos sobre la dictadura de la belleza que las muchachas ejercen sin compasión, sobre los partidos de fútbol en el campito del verano y del agua de las playas que tarareaba nuestras canciones.
Y nos quedamos suspendidos de los mapas, y acudimos al primer puerto donde habite un desgastado bar centinela. Estamos seguros que allí renacerá ese fervor subterráneo que alimenta la música que jamás ha mentido, la que no ha tenido complejos al declarar la pena irremediable de vivir y el goce de morir viviendo.
Allí, en ese bar de cualquier puerto de cualquier ciudad del mundo, donde las idas y venidas son una costumbre lenta que asumir, volverá a latir el tango, habrá letras que certificarán nuestras almas indocumentadas para siempre, la fugacidad del tránsito ciego en esta tierra, el anhelo de aferrarse a ese fervor incandescente y solidario donde cada sílaba, cada acorde, nos enfrentará a la verdad y nos salvará de ella.

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