(McLean Hospital, 1953)
Puedo sentir el mar, o un fondo de campanas.
El ruido de gaviotas me reconforta, alivia
mis ataques. De vez en cuando una enfermera
ajusta la almohada o despliega las sábanas
hasta que siento un peso en mi barbilla
y no hay frío. Los gritos que escucho en la distancia
son eco y droga. Me visitan madres, parientes,
pero me canso pronto y ellos dudan. Los días
sisean como ancianas y un instinto de sol
agita las cortinas: es agrio como el alma,
y desmedido, y turbio. Hay una hoja al pairo
en mis venas, y cada noche se abre camino
hasta el nudo preciso de mi piel. Y si atiendo
siento el rumor del agua y de una quilla
partiendo el espinazo de la lengua.